“El Espíritu lo penetra todo, hasta lo más íntimo de Dios” -1Cor. 2, 10-
En este nuevo Pentecostés -renacer de la Iglesia- Pueblo de Dios, El Espíritu Santo, en lo profundo del corazón y en el seno de Su Iglesia con Sus dones, nos anima, fortalece y da confianza, para que en comunión, nos unamos -en un solo cuerpo y un solo espíritu- recordando lo que Jesús nos enseñó.
Vivimos el Amor de Dios por la guía y la súplica -de los gemidos inefables- del Espíritu. Nos ayuda a despertar del sueño y la pereza, angustiada por los sucesos cotidianos. Nos prepara y abona, por la gracia a través de la oración continua, el terreno del corazón, para qué el Señor se haga Presencia Viva en nuestra vida.
San Pablo nos confirma: “El Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” –Rom. 5, 5-.
El Espíritu del Señor es la Luz de los corazones que disipa las tinieblas -acoso del enemigo, prejuicios, confusiones, pruebas, desencanto de la vida, etc-. Iluminándonos para dar claridad a los pensamientos, palabras y obras.
El Espíritu Santo derrite y sana con el fuego de Su Amor, el frio de la propia indiferencia, el individualismo y la violencia -llamadas nuevas pobrezas de estos tiempos-. El mismo Espíritu nos infunde un espíritu firme y nuevo para liberarnos y renovarnos en lo más profundo de nuestro ser. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” –dice San Pablo; 2Cor. 3, 17-
Con los dones de sabiduría y ciencia –El Dulce Huésped del Alma- nos enciende el conocimiento y la inteligencia, para reconocer los signos de los tiempos. Nos reaviva el vigor para convertir la tibieza en ardor apostólico a través del llamado en la misión de intercesores-adoradores.
Es en la Humildad y docilidad de nuestro corazón, fruto de la paz, la paciencia y la piedad donde –El Consolador lleno de Bondad- nos infunde el consejo en el temor de Dios, para hacer siempre Su Voluntad por el camino del amor.
San Pablo nos exhorta: “Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia…Sobre todo, revístanse del Amor, que es el vínculo de la perfección”. -Col. 3, 12.14-
La humanidad se jacta de su propia vanidad apoyada en una insaciable búsqueda de lo efímero, de la satisfacción rápida. Ignora a Dios, trastocando la creación, transgrediendo la ley natural, apostando a la cultura de la muerte. Nosotros como Iglesia -Pueblo de Dios- dejándonos conducir por -El Maestro del Alma- en preparación a la Nueva evangelización y a la luz del Año de la Fe, se nos presenta el gran desafío y oportunidad como nos señala el Papa Benedicto XVI en Porta Fidei -La puerta de la fe- de “Redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo”.
Vamos a acompañar y contagiar a nuestros hermanos, no solo con el testimonio de la propia vida, sino con la asistencia del Espíritu a través de la oración, la Palabra de Dios y en el fundamento de la Adoración Eucarística.
El Beato Juan Pablo II nos decía en -Fidei depositum- depósito de la fe-: “Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin”.
Que María Santísima esposa del Espíritu Santo, Madre de la Iglesia, en este siempre nuevo Pentecostés, nos enseñe amar como Su Hijo Amó, para que el mismo Espíritu purifique, sane y renueve la faz de la tierra. Amén
¡Alabado sea Jesucristo!
Eduardo
E. M. M.
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